Enigmas y misterios: “No se ha ocultado ningún
informe de objetos voladores no identificados. Como director del NICAP,
el mayor Donald Keyhoe ha recibido toda la información que está en manos
de la Fuerza Aérea”. Carta del brigadier general Joe Kelly, de la
Fuerza Aérea de los Estados Unidos, al diputado Peter Freylinghuysen, 12
de setiembre de 1957
“No se ha ocultado ningún informe de objetos voladores no identificados. Como director del NICAP, el mayor Donald Keyhoe ha recibido toda la información que está en manos de la Fuerza Aérea”.
Carta del brigadier general Joe Kelly, de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, al diputado Peter Freylinghuysen, 12 de setiembre de 1957.
“Les aseguro que la Fuerza Aérea nunca intentó entregar a esa organización los archivos “únicamente para uso oficial.”
Carta del brigadier general Joe Kelly, al señor Richard May, ayudante del director del NICAP, 15 de noviembre de 1957.
Vale comenzar con una advertencia al lector: si bien esta nota trata de investigaciones militares sobre OVNI, no espere encontrar aquí sorprendentes e inéditas revelaciones, documentos expoliados de archivos oficiales apenas días atrás o alucinantes videos o fotografías de alienígenas sentados tête a tête con Reagan, Clinton, Yeltsin o Putin. Por el contrario, en ella vuelvo a hablar de encuestas oficiales archicomentadas en miles de artículos sobre el tema, todas de hace muchísimos años atrás. Pero con la novedad de obligarme a plantear reflexiones profundas y críticas que quizás (sólo quizás) a otros se les han pasado por alto. No otro es el mérito de este trabajo.
En los últimos años, tanto a través de conferencias públicas, programas de radio y televisión, libros, revistas e información en Internet, venimos asistiendo a una proliferación de denuncias sobre extraños, ultrasecretísimos y a veces desconfiables “programas de investigación” que distintos gobiernos, pero especialmente el norteamericano, han venido desarrollando alrededor del tema de los OVNI. “Majestic-12”, “Montauk”, “Cometa”, “Matrix” son sólo algunos de ellos, hasta puestos de moda en el argot popular a través de seriales televisivos y cómics.
Ante semejante masa de información “liberada” o “filtrada”, y la pertinaz negativa que a su credibilidad oponen los estamentos oficiales consultados, uno, lícitamente, tiene derecho de hacerse algunos planteos: por ejemplo, suponer que nuestros gobiernos y fuerzas armadas “siempre” nos mienten, así que no es necesario reunir más pruebas de la existencia de esos proyectos porque seguramente tiene entidad precisamente por ser tan pertinazmente negados. Pero como posibilidad no es certeza, que “pudieran” haberlo hecho no significa lógicamente que así haya ocurrido, con lo cual todo queda en el discutible –y pantanoso– terreno de las creencias personales.
Pero por otro lado, también podemos preguntarnos por qué debemos creer estas historias a pie juntillas. Tal vez sus cultores sean un poco “conspiranóicos”, o crédulamente alimenten solo el buen negocio de unos pocos que ganan sus dinerillos a costa de montar verdaderas superestructuras de la mentira. Porque aquí también, de los defensores de la existencia de estos “proyectos secretos” sólo podemos esperar argumentos y evidencias circunstanciales, no pruebas. Bob Lazar, Robert Dean, John Lear o Paul Bennewitz, para nombrar sólo unos pocos de los nombres en boga dentro de estas tesis de “ultrasecretos develados” son tan creíbles o poco creíbles en la justa proporción de nuestras expectativas previas sobre el tema.
De ninguna manera estas reflexiones tratan de respaldar la tesis escéptica de que “aquí nada pasó”. Simplemente, enfocar el asunto desde otra perspectiva. Hace unos cuantos años, allá por 1975, cuando con mis incipientes 17 años estaba escribiendo el que sería mi primer libro (publicado en el ’76 por la filial argentina de la editorial española “Dronte”, bajo el título de “Naves Extraterrestres Tripuladas”) me pregunté si no sería interesante, a la luz de las investigaciones militares de las que en aquél entonces se hablaba, analizar los resultados de las mismas para buscar sus puntos débiles. Hoy, 25 años después (nada menos) vuelvo a desempolvar ese trabajo, planteándome que si no podemos estar seguros de lo que ocurrió en el contexto de investigaciones ulteriores (reales o supuestas) que los mismos militares niegan haber realizado, por lo menos tenemos los resultados de aquellas que los mismos sí admiten públicamente haber encarado (como las que recibieron los nombres clave de “Sign”, “Grudge” y “BlueBook”).
Creo que es interesante comenzar por los Estados Unidos, más precisamente con la Fuerza Aérea de ese país. Por dos razones: (a) porque cronológicamente preceden cualquier otra investigación oficial realizada en el mundo, y (b) porque de las investigaciones encaradas, al menos en una de ellas dio a conocer periódicamente el resultado de sus investigaciones.
Fue cuando en 1947, Kenneth Arnold avistó nueve platillos sobre el Monte Rainier (lo que dio comienzo a la “época contemporánea” de los OVNI) el ATIC (Aerial Technical Intelligence Center, Servicio de Inteligencia Técnica Aérea) con asiento en la base aérea de Wrigth Patterson, Ohio, creó el Proyect Sign (“Proyecto Signo”) con el fin de estudiar las principales observaciones realizadas en el territorio de los EEUU. Esta comisión, integrada por militares y algunos científicos elevó, en 1948, un informe al Pentágono del que se sabe que en dicho informe se admitía la realidad física de los OVNI y, más aún, se admitía como “muy probable” la posibilidad de que dichos objetos fuesen aparatos extraterrestres. Por lo visto, esto no le gustó al Pentágono, que cursó la orden al ATIC de disolver el Project Sign, y crear el Project Grudge (esto no puede ser casual: “grudge” significa “rencor” en inglés) cuya única misión (y esto surge invariablemente del análisis exhaustivo de sus comunicados e investigaciones supuestamente realizadas) era la de desvirtuar todo lo afirmado por el “Proyecto Signo”. La USAF (Fuerza Aérea de los Estados Unidos) era consciente de que a pesar de sus esfuerzos, parte de esa información había trascendido al público. Por lo tanto, el proyecto Rencor, encabezado por Donald H. Menzel, conocido astrofísico y desvirtuador del fenómeno OVNI se encargó de eliminar la información existente. En esta comisión intervenía, entre otros, el astrónomo Joseph Allen Hynek, quien (y es importante destacarlo) se retiró cuando advirtió el matiz negativo que tomaban las investigaciones. Posteriormente, Hynek fue uno de los principales investigadores de Estados Unidos. Fue entonces cuando al mayor de infantería (Re) Donald Keyhoe se le encargó una investigación para la revista “True”. En la misma, atacó públicamente a la USAF, de poseer información confidencial. Por ser Keyhoe una autoridad mundial en la materia, inmediatamente obtuvo el apoyo de cientos de investigadores y científicos del mundo entero, por lo que el Proyecto Rencor tuvo que emitir su primer informe. La orden del día, implícita pero implacable era... ¡No crean!. Lo único que importaba era recoger los informes y reducirlos a cualquier tipo de ilusión, callar los hechos que no podían explicarse y preparar una conferencia de prensa que convenciera a todo el mundo de la inexistencia de los platillos y lo absurdo de su idea. Sin embargo, y a pesar de todos los esfuerzos, los informes seguían afluyendo. Daba lo mismo; la Comisión no comprobaba nada, se limitaba a recoger los informes y los metía en cajones. El informe Grudge llegó con toda facilidad a las conclusiones que las altas esferas esperaban. Este informe admitía siempre un 23% de casos no identificados, pero la sección correspondiente a la parte psicológica se encargaba de eliminarlos.
Los partidarios de la política del avestruz estaban tan convencidos de la eficacia de su sistema que pensaron enterrar los OVNI enterrando los informes y publicando, el 27 de diciembre de 1951, un comunicado oficial que certificaba la inexistencia de los platillos volantes y anunciaba la disolución del Project Grudge, totalmente inútil ya.
Tres días más tarde, y bajo el título de apéndice, aparecía un nuevo comunicado que desmentía totalmente al primero: “Será siempre imposible afirmar en forma absoluta que el objeto divisado no era un aparato interplanetario, un proyectil enemigo o cualquier otro objeto”.
Evidentemente, los que escribían el artículo se inclinaban favorablemente hacia la hipótesis extraterrestre. Aunque se anunciara que la comisión estaba disuelta e inoperante, no por ello dejó de existir. Se limitaba a ordenar los archivos y a amontonar en cajones los informes que seguían llegando.
Debido a una importante observación ocurrida el 1 de diciembre de 1952, en una base aérea donde se encontraban importantes personalidades, el general Cabell, Director del Servicio de Informaciones, tuvo que convocar a una conferencia de prensa. Interrogado en el punto en que se encontraban las investigaciones de la comisión, Cunnings “quemó sus naves” y reveló la forma en que se enterraban los informes.
Hubo diferentes reacciones.
El General, inmediatamente, dio orden de reanudar el trabajo, y Ruppelt reemplazó a Cunnings. En realidad, los sentimientos de Ruppelt eran contradictorios. Sospechaba que querían utilizarlo para una nueva campaña de camuflaje, pero la voluntad de renovación parecía sincera. Con verdadera pasión por su trabajo, Ruppelt estudió los nuevos informes y revisó los antiguos. Así nació el Project Blue Book (Proyecto Libro Azul).
Había conseguido la ayuda de sabios eminentes. Además, una (para entonces) avanzada computadora a tarjetas perforadas le permitió formar un fichero ideal de informes que podía consultarse con la velocidad del rayo.
La labor del Proyecto Libro Azul consistió fundamentalmente en la compilación de testimonios escritos, fotográficos y cinematográficos referidos a objetos no identificados, y en su explicación subsiguiente. Este último proceso comprendía: análisis y apreciación de los informes e inclusión de los objetos que se describen en cada informe dentro de categorías de identificación bien definidas.
La tarea de evaluación era realizada por un equipo privado de técnicos y científicos, encabezados por Edward Condon y Robert Low, supervisados por la Fuerza Aérea. En cuanto a las categorías de identificación, el Libro Azul reconocía las siguientes: Balones – Fenómenos atmosféricos – Aviones – Mistificaciones – Alucinaciones – Otros (pájaros, papeles) – Bólidos – Aparatos experimentales – Datos Insuficientes – No identificados o desconocidos.
Según dejáramos expresado, la USAF ha hecho conocer regularmente mediante sucesivos comunicados de prensa, el resultado de sus investigaciones. En 1966, la farsa alcanza su punto álgido con la evaluación emitida por Condon, hecha en base de un presupuesto del orden de los quinientos mil dólares. Este informe se refería a los 354 casos norteamericanos de ese año. Para regocijo de quienes admitían la realidad del fenómeno OVNI, así se presentaban los resultados: Balones: 35 – Datos insuficientes: 123 – Aviones: 22 – No identificados: 3 – Mistificaciones: 55 – Alucinaciones: 18 – Otros: 50 – Bólidos: 15 – Aparatos experimentales 33.
De esta tabla increíble publicada a los pocos días de que el equipo de Condon dictaminara que los OVNI no existen y que no vale la pena seguir su investigación, se desprende que de la humilde cifra de 354 casos (en la Argentina ese año hubo más de mil) los únicamente explicables fueron 228 casos contra 126 que por distintas causas no tuvieron una explicación coherente ni convincente. Después de todo, la categoría de “Otros” es más que discutible, porque si la identificación debe ser válida lo es en primer lugar por contar con una categoría con cualidades propias. Sin embargo, el comunicado se ufana luego de que el porcentaje de no identificados (se refiere lógicamente a tres) era el más bajo de los últimos veinte años, y agrega finalmente que hasta principios de 1966, en los Estados Unidos se habían registrado 12.097 casos de OVNI, 697 de los cuales resistieron los distintos análisis y fueron catalogados como “desconocidos”. En cuanto a los tres de 1966, reproduciendo textualmente el comunicado: “... hay que explicarlos a toda costa, porque nosotros no creemos en platillos volantes...”. Los comentarios sobran.
Aporta una reflexión interesante recordar lo ocurrido en enero de 1967, cuando una comisión de sabios se reunió durante dos días, presidida por HP Robertson, físico teórico del Instituto de Tecnología de Massachussets, para examinar una selección de informes facilitados por el Libro Azul. El número de estos informes fue reducidísimo (no pasó de una docena) pero sirvió para que los científicos dictaminaran:
a) que no había pruebas de ninguna acción hostil en el fenómeno OVNI.
b) que no existían pruebas de la presencia de aparatos de una potencia extranjera en ninguno de los informes que les fueron sometidos.
c) recomendaban un programa educativo para informar al público de la naturaleza de los distintos fenómenos vistos en los cielos (meteoros, estelas de vapor, halos, globos, etc.) con el objetivo de eliminar el “aura de misterio” que “por desgracia” los OVNI habían adquirido.
El objetivo de este descrédito, según figura en el “Informe Robertson”, consultado y difundido por el desaparecido físico y ufólogo James Mc Donald, consistía en reducir el interés público por los platillos. ¿Por qué?
Me he detenido en este episodio porque creo que el mismo invalida cierta corriente “racionalista” que en los últimos tiempos parece haber afectado a algunos colegas investigadores, en el sentido de suponer que el fenómeno OVNI (o buena parte del mismo) estuvo en realidad alentado y exagerado por los servicios de inteligencia norteamericanos o las fuerzas armadas de ese país, tanto con el propósito de crear una psicosis de temor cósmico en los contribuyentes que alentara mayores gastos presupuestarios en armamento, como una “tapadera” de experimentos de todo tipo, que permitiera derivar a supuestos alienígenas –y al descrédito que en la opinión pública de entonces eso conllevaba– toda indagación periodística que, caso contrario, pusiera a la luz tales investigaciones o desarrollos secretos. Porque si así hubiera sido, entonces a la CIA le hubiera convenido estimular el interés público por los OVNI, no recomendar lo contrario. Es interesante destacar que en esta misma época, la USAF decreta la regla AR-200/2, que multaba por diez mil dólares y de tres a diez años de prisión a todo oficial de alta graduación que diera a conocer públicamente información sobre casos “no identificados” por la Air Force, a menos que se comunicaran casos satisfactoriamente explicados. La pena a imponer a quien violara esta norma no se conocía públicamente hasta que un piloto militar, de quien por razones obvias no se suministró el nombre, la dio a conocer a un periodista del Star Leiger, de Nueva York.
La política del avestruz no es la más conveniente. Si así fuera, seguiríamos condenados a ver y padecer la acción de objetos voladores no identificados controlados inteligentemente. El espacio aéreo será violado una y mil veces, los radares aéreos seguirán captando extraños blips y los auto se detendrán en los caminos por causas desconocidas. En los campos aparecerán nuevos anillos de pasto quemado, las torres de control de los aeropuertos tratarán de contactar con aviones misteriosos, los pilotos comerciales efectuarán insólitas maniobras para eludir la presunta imagen del planeta Venus, y algunos “científicos” intentarán demostrar desde el pizarrón o la charla televisiva que los OVNI “no pueden existir”. Es posible, también, que a principios o mediados del año próximo nuevas oleadas de OVNI nos sobrevuelen, y las evidencias aumenten siguiendo, tal vez, algún plan predeterminado para tornarse familiares con una frecuencia hábilmente dosificada. Entonces, como en el 62, 65, 68, 73 las fuerzas armadas no prestarán apoyo a los grupos privados y, ante el estupor general, algún radioastrónomo dirá que los OVNI son psicosis colectiva, y algún periodista recalcitrante afirmará que los pastos quemados se deben a que a la gente le gusta entretenerse en los picnics haciendo asados.
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